Cuando llegó a la biblioteca, su apodo era “El malandro”.  Por cuestiones de sobrevivencia, este niño llamado Javier, no se amilanaba ante tal mención: los ignoraba tanto y tanto, que dejaron de llamarle así. Había otros detalles de los demás hacia él como no darle la mano en las rondas, o no querer estar junto a él en las actividades. Nosotros interveníamos con reglas generales: llamarnos por nuestro nombre o de la manera en que nos gusta, trabajar en equipo, etcétera, pero Javier nos enseñó más sobre cómo sobreponerse a entornos difíciles: Javier siempre sonreía, daba su opinión y dibujaba, dibujaba mucho y siempre pedía pintura. También hacía berrinche, tenía cuatro años cuando llegó. Su berrinche era porque algún pincel no estaba a su disposición (había otros muchos pero él quería ese) o porque no hacíamos gran caso a su alharaca de ponerse a dar vueltas corriendo por el espacio común. A veces no me contestaba cuando yo lo llamaba por su nombre: “Javier, siéntate a terminar tu trabajo” o “Javier, ven aquí un momento”, nada, como si yo no existiera. Pero luego, cuando me llamaba, yo hacía como que tampoco lo escuchaba y decía muy alto sin verlo: “Creo que alguien me contagió de sordera hoy temprano” y reía. Entonces, más tarde, cuando le llamaba contestaba inmediatamente: los dos recobramos el sentido del oído como por arte de magia.

Javier pinta mucho sobre su miedo a la oscuridad que es más grande que el miedo que le causan los terremotos, por ejemplo.  Ese miedo, nos contó, le nació porque su abuelo, que funge como padre, lo castigaba metiéndolo en el tinaco del agua cuando él hacía travesuras. Lo ha pintado desde que llegamos, aunque cuando era pequeño no lo podía decir, sólo pintaba con todos los colores hasta hacer un negro total en su hoja o su cartulina –las dimensiones no importaban- pero ahora podemos hablar de ese miedo. El domingo pasado apenas, pintó cómo hacer mejor su mundo: pintó una zona negra “la oscuridad” y él en medio de ella, a su lado pintó un faro que emitía luz y arriba, como flotando, un árbol con raíces en el cielo: “Él me protege”, nos dijo.

En el primer capítulo del libro titulado Resiliencia,  Boris Cyrulnik comienza preguntándose si necesariamente vamos a sucumbir ante una mala pasada del destino o, en caso de hacerle frente, con qué elementos lo haremos:

 

* “Cuando el dolor es muy grande nosotros no podemos percibir nada más. Somos puro dolor. Pero tan pronto como ponemos distancia y regresamos a la normalidad, la desgracia se vuelve tolerable, aunque sería más adecuado decir que se ha transformado en risa o en arte”.

 

Más allá de las líneas que el pequeño lector de nuestra biblioteca traza con sus pinceles, más allá de las habilidades psicomotoras que desarrolla y el conocimiento que adquiere al mezclar colores, él transforma su entorno en algo tolerable. Hace cinco años que llega los domingos, a veces pintamos, a veces jugamos, reímos, vemos películas o videos que lo desatornillan de la risa, hemos ido al cine y Javier ha visto cómo el gran Chaplin, en medio de sus aventuras no siempre afortunadas, nos hace reír a todos.

El pasado influye, pero  no determina y menos si se cuenta con alguien que ayude a transformar ese o esos sucesos desdichados  que se congelaron en el cuerpo y en la mente. 

 Seguro que la Biblioteca Andariega ha sido una experiencia que le ha dado una manita al pequeño Javier.  

*Boris Cyrulnik